viernes, 11 de diciembre de 2009

Cuando la fe sencilla se erosiona

La última noche fue maravillosa. Fue más que eso; fue memorable. Tenía todos
los ingredientes de algo que no se repetirá. Amigos de mucho tiempo.
Recuerdos nostálgicos. Risas y unas pocas lágrimas. Palabras de gratitud.
Expresiones auténticas de alabanza a Dios. Gloriosa música. Expresiones bien
elegidas de corazones sinceros. Selectos comentarios impresos. Mi esposa y
yo disfrutamos de una deliciosa velada en nuestra iglesia donde la
congregación se reunió para decirnos: “Gracias por veinte años de ministerio
entre nosotros”. Era difícil creer que habían pasado veinte años.
Nunca olvidaré esos rostros. Cada uno de ellos reflejaba absoluta
honestidad, respeto genuino y también una fe simple, pero sobre todo una
profunda confianza que se fue edificando en los últimos veinte años. Esa
noche no dormí mucho. Aquellos rostros seguían delante de mí, rostros que
parecían que sonreían y me decían: “Confiamos en usted. Creemos en usted”.
A menos que yo entendiera mal, los mismos rostros también decían:
“Manténgase sincero, siga dándonos razones para confiar, respetar y creer en
usted; siga creciendo, pero a medida que pasen los años, no se desvíe. Así
como ha hecho con nosotros en el pasado, deje en nuestros hijos el recuerdo
de un ministerio en que ellos puedan confiar. Manténgase fuerte. Siga puro.
No haga nada fraguado. No oculte pecados que algún día se volverán en
escándalo. Es una cosa tremenda eso de que tengan confianza en uno.

Entendamos, no se trata de cosas notorias y grandes, sino de cosas pequeñas,
secretas. Es como la erosión que nunca es evidente, ni rápida, ni anunciada.
“Aún muy lentamente una vida de fe sencilla puede llegar a erosionarse antes
de que cualquiera se dé cuenta de lo que pasa”. Cuando el doctor Will
Houghton era aún presidente del Instituto Bíblico Moody, estaba hablando a
un colmado auditorio. En el curso del mensaje, habló de una experiencia que
había tenido unos años antes con su predecesor, el doctor James M. Gray.
Ambos habían estado juntos en unas conferencias y en un momento hicieron una
pausa para orar. Para su sorpresa, oyó a su tranquilo y respetado colega en
esta simple oración: “Oh Dios, no permitas que sea un viejo perverso”.
He pensado mucho en todo esto por varios años. Creo que la pregunta crucial
es ésta: ¿Por qué permitirá alguien que esto pase?. Nadie en su sano juicio
se levanta por la mañana, se sienta a un lado de la cama y piensa: “Veamos,
¿cómo puedo estropear mi vida hoy? ¿Cómo puedo quebrar la confianza de todos
los que me respetan y creen en mí?”. Por supuesto que no. Lo que ocurre es
algo mucho más sutil. Quizás se origina con pensamientos extraños: “¿Quién
puede saberlo?”. “Estoy absolutamente seguro”. “Hasta aquí es donde he
llegado”. “Ni siquiera a Dios le importan esas cosas tan chicas. Está
demasiado ocupado con cosas más grandes; apenas si le importa...” ¡Tremendo
error! Leamos y razonemos lo siguiente:

• Desde los cielos miró Jehová; vio a todos los hijos de los hombres; desde
el lugar de su morada miró sobre todos los moradores de la tierra, él formó
el corazón de todos ellos; atento está a todas sus obras (Salmo 33:13-15).
• Oh, Jehová, tú me has examinado y conocido. Tú has conocido mi sentarme y
mi levantarme; has entendido desde lejos mis pensamientos. Has escudriñado
mi andar y mi reposo, y todos mis caminos te son conocidos (Salmo 139:1-3).

Una fe firme en la omnisciencia de Dios –que Él lo sabe todo siempre- tendrá
un gran efecto en contener nuestra tendencia a racionalizar o pensar que
podemos actuar en secreto. Dios lo ve todo porque él se cuida de cada
detalle de nuestra existencia. La vida de fe sencilla se vive abiertamente
delante de Dios y asume responsabilidad ante los demás.
He dedicado mucho pensamiento a estas cosas, no sólo porque he tratado de
figurarme por qué algunos que alguna vez caminaron en “sencillez y pureza”
ya no lo hacen, sino también porque me he dado cuenta de que soy vulnerable
a esa misma tentación de desviarme.
Sé que algunos están pensando: “¡Nunca voy a llegar a ser ese viejo
perverso! He tenido bastantes advertencias. ¡Estoy seguro!” . Especialmente
para los que así piensan quiero contarles la siguiente historia:

Robert Robinson nació en Inglaterra. Cuando era niño su padre murió y su
madre viuda lo mandó a Londres a aprender un oficio. Allí llegó a estar bajo
la persuasiva influencia de un poderoso hombre de Dios, el gran predicador
Jorge Whitefield. Robinson se convirtió y sintió el llamado al ministerio;
de inmediato empezó a estudiar para servir a Cristo toda la vida.
A los veinticinco años fue llamado como pastor de una iglesia en Cambridge,
donde llegó a tener éxito. Pero la popularidad fue más de lo que el joven
ministro pudo manejar. Le llevó al comienzo a un descenso en su vida de fe
sencilla. Finalmente cayó en la carnalidad. Al pasar los años, desapareció
de la escena y pocos se acordaban de sus primeros tiempos de devoción a
Cristo. Años más tarde, estaba viajando en un tren y le tocó sentarse junto
a una mujer que leía un libro con evidente placer. En un momento dado la
mujer le preguntó qué opinaba del hermoso himno que a ella le había
impactado. Robinson miró las primeras líneas del himno y no leyó más.
Volviendo la cabeza, trató de distraer la atención de la dama hacia el
paisaje. Pero ella insistió diciendo de la admiración que tenía hacia ese
himno. Dominado por la emoción, Robinson estalló en lágrimas y dijo:
“Señora, yo soy el pobre y desdichado autor de ese himno y daría mil mundos,
si los tuviera, para disfrutar de los sentimientos que tenía cuando lo
escribí”.
Robert Robinson murió poco después a la prematura edad de cincuenta y cinco
años. Había dejado al Dios que amó una vez y se había transformado en un
viejo perverso.

[image: Cuando la fe sencilla se erosiona]

No se trata de cosas notorias y grandes, sino de cosas pequeñas,
secretas

[image: Cuando la fe sencilla se erosiona]

Este artículo ha sido tomado del libro:

*Una Fe Sencilla*
por Charles R. Swindoll


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