viernes, 4 de diciembre de 2009

¿FELICES O SANTOS?

Una de las cosas buenas de cada mes son los momentos que paso con mi
maestra, la doctora Pamela Reeve. Dios se mueve a través de esta
mujer. Cuando estoy con ella percibo con intensidad Su presencia.
Además de eso, es una consejera bien entrenada que ha ofrecido
esperanza a personas quebrantadas por muchos años.

Una tarde cuando bebía un café lateé, le compartía algunas cosas que
me preocupaban. No eran crisis mayores. Simplemente el típico asunto
de los padres cuando sus hijos se sienten heridos o decepcionados.

Desearía la misma objetividad profesional que tengo con mis clientes
en las situaciones con mis hijos –le dije-. Es muy fácil para mí
quedar atrapada en las angustias de mis hijos. Escuché a otra mujer
mencionar este dilema en términos más extremos: “Cuando mis hijos
están felices, yo estoy feliz. Cuando ellos no lo están, yo tampoco”.
El nombre clínico para esto es codependencia. Mientras escuchaba a
aquella madre hacer esta declaración, pensé en las veces en que yo
también había estado involucrada en una dinámica similar con mis
hijos.

- Entonces, ¿cómo respondes cuando ellos están molestos por algo? –me
preguntó mi maestra.

- Usualmente los escucho y trato de ayudarlos a resolver el problema –
le respondí. Me pareció una buena respuesta. Después de todo, ¿no es
eso lo que todo padre amoroso y responsable debe hacer?

- ¿ Y cuál es tu objetivo en el proceso? –me preguntó.

- Bien, creo que mi meta es ayudarlos a arreglar el problema y a que
se sientan mejor.
- ¿ Y qué pasa si no se sienten mejor?

Me reí y bromeando le respondí –Entonces yo no me siento mejor. Sabía
que mi respuesta tenía un grano de verdad. ¡Se me encendieron las
luces! Empecé a ver cómo era mi relación de autoservicio. Ella
continuó diciendo que había propósitos más altos en la obra, detrás de
los problemas y luchas de mis hijos.

- Pam, Dios no está tan preocupado porque tus hijos estén felices como
lo está porque sean santos. ¿Qué pasaría si tú no trataras de arreglar
las cosas e hicieras que tus hijos se sintieran mejor?

- Ellos tendrían que pensar cómo solucionarlo y luchar con los
problemas por ellos mismos –le respondí.

- ¿No crees tú que Dios es capaz de ayudarles en el proceso?

- Creo que estoy tratando de determinar dónde está la línea entre la
paternidad responsable y la intrusión en los asuntos de Dios. Escuché
decirle que mis esfuerzos por ayudar en los problemas de mis hijos y a
que se sientan mejor, pueden interferir en lo que Dios intenta lograr
con ellos.

- Sí -ella respondió- Dios solo permitirá que vengan situaciones y
circunstancias a la vida de tus hijos que Él usará para el buen
provecho de ellos.

Después del momento que pasamos juntas, reflexioné sobre mi propio
crecimiento espiritual a través de los años. Este vino en su mayoría
como resultado de soportar dificultades y dolor. Mi amoroso Padre
celestial no me evitó la adversidad. Él me dejó luchar, y ha sido
mediante los momentos de dolor en mi vida, que Dios ha escogido tocar
a otros. ¿Por qué pienso lo contrario para mis hijos? Dios debe hacer
una obra en ellos antes que él pueda trabajar a través de ellos. Él
debe transformarlos desde el interior para que ellos se ajusten a sus
propósitos.

Una vez más vi la necesidad de rendir mis hijos ante el Señor y
confiar a Él su vidas. Una semana anterior había recibido una poderosa
lección...

Estaba en la oficina de consejería con una cliente, quien, de paso me
mencionó que había asistido al funeral de un niño con el síndrome de
Down que había muerto de leucemia. Al escuchar su historia me invadió
una fuerte emoción por el síndrome de mi hijo Nathan. Al nacer los
médicos nos dijeron que tendría retraso mental y que existía un alta
incidencia de leucemia entre los que padecen este desorden.
Al escuchar a mi cliente, hice el procedimiento clínico, contuve la
emoción y me enfoqué en mis necesidades. Empujé su historia a la parte
de atrás de mi mente hasta la noche siguiente cuando abrí una carta de
una mujer que había leído mis libros. Ella me contaba algunas cosas
especiales sobre su hijo, nacido también con el síndrome de Down.
Luego me explicaba lo mucho que lo extrañaba desde que éste murió de
leucemia a la corta edad de ocho años. Su muerte había ocurrido un mes
atrás.

Bien, eso era demasiado. Yo estaba en un lodazal. Todas mis emociones
del día anterior y todos mis temores por Nathan regresaron como un
diluvio. Me fui al dormitorio, me senté en la cama, lloré mucho y le
hablé a Dios. Le conté mis temores y le pedí que me guiara. Le pedí
que me ayudara a vivir el presente y a no predecir negativamente el
futuro. Y luego le dije algo que no creo haberle dicho antes en un
tono formal: “Dios, hoy decidí confiar en ti por la vida de Nathan y
por la muerte de Nathan”.

La paternidad efectiva necesita continuos diálogos con Dios. Se
requieren oídos abiertos para escuchar lo que el Espíritu de Dios está
diciendo en medio de las luchas que encontramos. ¿Cuándo necesitamos
interferir? ¿Cuándo necesitamos retirarnos? El Espíritu Santo es el
único que tiene las respuestas. Si Él indica caminar, tenemos que
seguir su dirección sin importar si esto hace o no, “feliz” a alguien.

Este artículo ha sido tomado del libro:Un café para el alma por Pam
Vredevelt

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